Por Ivette Estrada

En el corazón de la colonia Observatorio, entre calles que aún susurran historias virreinales, se alza Casa Merlos como una casona que no sirve comida: invoca memoria. Aquí, la gastronomía poblana del siglo XVIII no es una oferta culinaria, sino una experiencia vivencial que abraza al comensal como si fuera parte de su linaje.

Entrar a Casa Merlos es cruzar un umbral. El mantel blanco no es decoración: es testigo. Las cazuelas de barro no son utensilios sino reliquias. Cada platillo—del mole poblano o al blanco de pepitas de melón o el chile en nogada al dulce de camote morado y piña “lágrimas de Obispo”—es una estación de viaje, una página de historia y ofrenda.

La experiencia vivencial comienza con el aroma: clavo, canela, hoja de aguacate. Después, la voz de quien narra: “Esta receta la cocinó Doña Carmen en el Alcázar de Chapultepec…” Y así, el comensal se vuelve testigo, heredero y protagonista.

Cada mesa es una ceremonia. Cada platillo, una evocación. Cada gesto del servicio, una coreografía de respeto. Aquí no se come: se recuerda. No se paga: se honra. No se consume: se participa.

Casa Merlos no es un restaurante. Es un archivo vivo, un altar gastronómico, un abrazo a la estirpe. Y en esta tarde, en esta mesa, en este plato diseñado por la extinta Carmen, la historia se sirve con la algarabía de los chapulines con guacamole o las picaditas bañadas de queso o arroz rojo.

En Casa Merlos, la experiencia vivencial no se improvisa: se hereda. Y en esa herencia aparecen cuatro hermanos, nombres que resplandecen como custodios del altar gastronómico. Son hijos de la fundadora, portadores de una memoria que se sirve en una casa adornada en papel picado de colores, como bienvenida a nuestros muertos.

Aquí Fabiola no cocina: invoca. Su aprendizaje culinario no fue técnico, sino ritual. Aprendió  al observar las manos, escuchar silencios, oler el tiempo. Para ella, cada receta es una narrativa, y cada preparación es una pausa donde el alma se acomoda.

En sus palabras, el mole no es una salsa: es una conversación entre ingredientes que se respetan. El chile en nogada no es un platillo sino carta de amor a la patria. Y el silencio que acompaña la molienda, el fuego lento, el emplatado, es el fondo musical de una ceremonia que no necesita palabras.

Fabiola transforma el restaurante en un escenario donde cada comensal es espectador y actor. Ella narra, guía, evoca. Y en su voz, la cocina se vuelve teatro, archivo, altar.

En Casa Merlos, Ricardo es  el curador de la materia prima

Ricardo no administra: selecciona con reverencia. Su labor comienza en Puebla, donde recorre mercados, huertas, molinos. No busca productos: busca memorias comestibles. El maíz que elige tiene historia. El chile mulato que compra tiene linaje. La hoja de aguacate que acaricia tiene destino.

Para Ricardo, cada ingrediente es una promesa. Y su trabajo es cumplirla. Su infancia está en cada decisión: en el barro que prefiere, en la sal que bendice, en el proveedor que honra. Él no abastece: ritualiza la cadena de respeto que une campo, cocina y mesa.

Esta casa de la colonia Observatorio se transforma. Ya no es un lugar: es un momento. Un instante donde el comensal se sienta en la mesa de su abuela, escucha la historia de su pueblo y prueba el sabor de su infancia.

Casa Merlos no ofrece productos ni servicios, sino una vivencia personalísima, intangible, irrepetible. Una ceremonia donde la cocina es reminiscencia, el silencio es lenguaje y el respeto el ingrediente secreto.

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