Por Antonio Ortiz Vázquez, Presidente de Forjadores de México A.C

Existe una violencia contra las mujeres que se mimetiza entre los usos y costumbre de muchas localidades del país.
En los municipios indígenas, existe la creencia de que el bastón de mando del presidente, conocido también como “bastón de mando del hermano mayor”, es sagrado y está dotado de “alma”. Jamás puede tocarlo una mujer.
Según esta arraigada creencia, tal objeto posee una propiedad milagrosa: “suda” cuando se acerca un peligro, pero si lo toca una mujer deja de hacerlo y pierde su poder. Ante esto no hay argumento racional que valga. No importa el nivel de preparación, estudios o facultades de liderazgo y administración que se tengan: la mujer elimina el poder del bastón de mando.
Por supuesto, muchos creerán que se trata de una creencia proscrita, pero no es así.
Aun cuando en la Constitución y en los tratados internacionales establecen que el Estado debe garantizar la participación política de las mujeres, los hombres no conciben esto. Sostienen que, por “usos y costumbres”, los únicos destinados a gobernar un pueblo son ellos.
Tenemos una asignatura pendiente en el país, en aquellos pueblos en donde a las mujeres les coartan su derecho a participar, más aún de reconocerles triunfos electorales, sólo por la condición de ser mujer. Pero este tipo de discriminación no está restringida a las comunidades indígenas.
La violencia política contra las mujeres comprende todas aquellas acciones u omisiones de personas y servidores públicos que se dirigen a una mujer por ser mujer (a esto se le llama en razón de género). Tienen un impacto diferenciado en ellas o les afecta desproporcionadamente, con el objeto o resultado de menoscabar o anular sus derechos político-electorales, incluyendo el ejercicio del cargo.
Ahora, tal violencia puede incluir violencia física, psicológica, simbólica, sexual, patrimonial, económica o feminicida.
En sí, los ataques hacia las mujeres por ser mujeres tienen como trasfondo la descalificación y una desconfianza sistemática e indiferenciada hacia sus capacidades y posibilidades de hacer un buen trabajo o ganar una elección.
Para estar en condiciones de detectar la violencia política contra las mujeres, es indispensable tomar en cuenta que ésta se encuentra normalizada y, por tanto, invisibilizada. Y puede constituir prácticas tan comunes que no se cuestionan.
El primer objetivo, entonces, es cuestionar las tradiciones en las que la mujer no puede tener un rol esencial dentro de su campo de acción. En general, las tradiciones se alimentan de viejos prejuicios.
Ahora, una acción radical para eliminar o disminuir la violencia política de género, es mejorar la autonomía económica de ellas, a garantizar los derechos de las mujeres a poseer tierras y propiedades, a la herencia, a una paga igual por un trabajo igual y a un empleo seguro y decente.
Las oportunidades económicas y laborales desiguales, en detrimento de las mujeres, son un factor primordial que perpetúa su permanencia en situaciones de violencia, explotación y abuso.